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Tenemos la gran oportunidad de cambiar la educación criando niños felices aprendiendo con alegría, entusiasmo y amor.

Para el sentido común, “la infancia es concebida como un período de felicidad y alegría”, pero en ella “la tristeza se destaca por su presencia”. Y, sostiene el autor, “la tristeza en los niños es muy distinta a la de los adultos”. Para aquéllos, “la tristeza no se da cuando las cosas no salen como se esperaba, sino cuando el niño deja de contar con algo con lo que contaba”.

Por Luciano Lutereau *

En su novela El tilo, César Aira se refiere a “la melancolía vaga y sin objeto de la infancia”. No sería la primera vez –ya lo decía Freud en “El creador literario y el fantaseo” (1905)– que un escritor resumiera en una frase los hechos clínicos que interesan al psicoanalista. En este caso, se trata de la particular incidencia que tiene la tristeza en la vida infantil. Entre los afectos que suelen vivir los niños, la tristeza se destaca por su presencia constante. Desde el punto de vista del sentido común, la infancia es concebida como un período de felicidad y alegría intensa. En efecto, tenemos la expectativa –reforzada por el consumismo de nuestra época, para el cual la mayor satisfacción equivale a comprar algo nuevo– de que los niños estén contentos todo el tiempo posible. Sin embargo, por esta vía sólo conseguimos achatar la existencia, empezamos a temer el aburrimiento como el más urgente de todos los males y, en el caso de los niños, nos termina preocupando mucho más que tengan algo para hacer que pensar en la plenitud de lo que hacen.

Vivimos en una época de niños entretenidos, porque tampoco es fácil tolerar su tristeza; pero, ¿qué es un niño triste? En primer lugar, cabría subrayar –de acuerdo con una observación de J.-J. Rousseau– que “la infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”. Dicho de otro modo, la tristeza en los niños es muy distinta a la de los adultos. Para éstos, la tristeza está vinculada principalmente con las frustraciones que la realidad imprime a sus proyectos. Un adulto entristece cuando siente que no puede expandir su deseo en alguna dirección –incluso a costa de realizar ese deseo, ya que la mayoría de las personas sólo necesita imaginar lo que va a hacer, en lugar de hacerlo–. Sin embargo, los niños no tienen esta relación con la capacidad de desear. Sus expectativas nunca suponen un “largo plazo”; en todo caso, ellos viven el futuro como una extensión actual del presente. El horizonte temporal, con su fugacidad irrecuperable, que hace del pasado un tiempo que ya no existe, es algo propio del mundo de los adultos. Esta herida que el tiempo introduce en la infancia fue comentada por otro escritor, Graham Greene, en los siguientes términos: “Siempre hay un momento en la infancia en el que se abre una puerta y deja entrar al futuro”. Por eso es tan corriente que la mejor representación del niño eterno (ese que llamamos Peter Pan) sea la de alguien que no quiere crecer.

Por lo tanto, no es a través del golpe que el tiempo imprime al deseo como cabe pensar la causa de la tristeza en los niños. Tampoco a partir de las más diversas privaciones. En todo caso, esta últimas suelen producir enojo –aquello que llamamos “berrinches”– pero no tristeza. A decir verdad, si bien ésta indica un afecto más o menos constante en la infancia, lo cierto es que también implica una especie de límite, ese punto en el que un niño puede aparecer bajo otro ángulo: como forzado a una madurez precipitada. Pero volvamos a la pregunta de qué es la tristeza infantil.

La tristeza en los niños no se da cuando las cosas no salen como se esperaba –eso que en los adultos empuja a la realización de un duelo–, sino que se produce cuando el niño deja de contar con algo con lo que contaba. En ambos casos se trata una pérdida, pero son pérdidas diferentes. En ambos casos se trata de una pérdida, pero son pérdidas diferentes. Es corriente ver que los niños salgan indemnes ante la noticia de la muerte de un abuelo (u otro familiar), incluso respecto de la separación de los padres, etcétera, mientras que, por ejemplo, el extravío de una mascota puede sumirlos en el más profundo pesar. No se trata de la pérdida de un objeto cotidiano, también podría tratarse de una modificación del lugar de vacaciones –con lo cual puede verse que tampoco se trata de un objeto “concreto”–. La tristeza de un niño se produce cuando se altera esa circunstancia en la cual apoyaba su capacidad para jugar. Ya no se trata de que aparezcan síntomas ruidosos o grandes quejas, porque incluso el niño aburrido tiene recursos como para denunciarlo a viva voz, sino que el niño triste queda sumido en un ensimismamiento que, como tal, es ajeno a la infancia. Lo primero que pierde un niño triste es la curiosidad.

En este punto, la tristeza se aproxima al sentimiento de soledad. En cierta ocasión, el escritor Jean Cocteau dijo: “Toda mi obra gira en torno del drama de la soledad y de las tentativas del hombre por vencerla”. No hay más que leer La gran separación para corroborarlo, o bien repasar algunos datos biográficos del autor de Los niños terribles –como el suicidio de su padre, cuando Cocteau tenía nueve años– para comprobar también el alcance que ciertas pérdidas pueden producir en un niño hasta hundirlo en el desánimo, el desinterés o, incluso, en una rebeldía desesperada.

Interesarnos por el modo particular en que se manifiesta el deseo en la infancia –ese modo particular de desear que llamamos “infancia”– es la mejor manera de delimitar sus puntos de detención –que aquí llamamos “tristeza”–. En última instancia, aquello que más entristece a un niño es la falta de un espacio lúdico, ese mundo que lo salvaguarda del impacto irreversible del tiempo, del dolor de existir y vivir una vida que se define por la finitud. En el mundo del juego todo es posible, el niño cuenta con eso, pero la experiencia lúdica también tiene sus condiciones. Muchas veces los adultos nos preocupamos de no generar grandes traumas a los niños –como si la infancia fuera más endeble que la adultez– con noticias que para ellos son prescindibles; mientras que una pequeña modificación en algún hábito cotidiano puede resultar insoportable.

En otro tiempo, los adultos tenían la costumbre de observar a los niños jugar. En la Grecia antigua, el juego de los niños tenía incluso una función adivinatoria. Hoy en día, perdimos esa disposición virtuosa, mucho más atentos a que estén entretenidos o bien pasen de una actividad a la siguiente (danza, inglés, computación...). Pocos padres conocen realmente a qué les gusta jugar a sus hijos; muchos menos se dejan tentar por ingresar a ese territorio en que el tiempo se pierde. Sin embargo, ¿no perdemos mucho más cuando queremos evitar perder el tiempo? La tristeza de los niños habla de esa pérdida difícil de asimilar, que no se vincula con ningún objeto, sino (como muy bien dice Aira) con la infancia misma.

* Psicoanalista. Docente e investigador en la UBA. Autor de ¿Quién teme a lo infantil? (2013) y otros libros.

www.pagina12.com.ar  22/05/14

 

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