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Tenemos la gran oportunidad de cambiar la educación criando niños felices aprendiendo con alegría, entusiasmo y amor.

El caso del nene que perturbaba los actos escolares y el de la nena que ponía en situaciones incómodas a su mamá permiten abordar la cuestión de los niños considerados “excesivamente demandantes” y preguntarse qué asuntos familiares se expresan de ese modo.

Por Pablo Peusner *

Cuando recibo a Susana y Víctor, madre y padre de Fito –quien tiene casi 6 años y está cursando el preescolar–, están visiblemente preocupados: durante un acto en la escuela el niño se acostó en el piso del patio simulando dormir, produciendo un disturbio notable que interrumpió el desarrollo del mismo. Este hecho fue la gota que rebasó el vaso. Aparentemente, Fito suele ocuparse de descompletar escenas escolares: con frecuencia es el que está en otro lugar del que ocupan sus compañeros o está haciendo algo diferente que el resto. No obstante, estas posiciones se modifican siempre y cuando haya alguien que se ocupe específicamente de él. La escuela ha observado este modo de funcionamiento y ha exigido que el niño realice tratamiento psicológico a modo de condición para su continuidad en el establecimiento.

Víctor cuenta la situación con un discurso equilibrado, tomándose el tiempo necesario para caracterizar a su hijo. La madre, en cambio, se muestra molesta, incómoda –diría, incluso, que a la defensiva–. Más allá de las diferencias de estilo son la familia “perfecta, sin inconveniente alguno” (sic), aunque reconocen atravesar una situación especial: viven en Buenos Aires pero están haciendo movimientos para trasladarse al interior del país, concretamente a la ciudad de origen del padre. Ni Fito ni su hermano menor saben nada al respecto. Sin embargo, sus padres me preguntan si acaso su preocupación por el tema de una posible mudanza podría estarlos afectando. Hasta el momento se trata del único punto en que el relato del asunto familiar se divide: viven acá pero desean estar allá. No obstante, antes de aceptar la visita del niño, decidí mantener entrevistas con ambos por separado.

Durante la entrevista que mantuve con el padre, éste apunta directamente a lo que considera como un posible trauma: la “depresión puerperal” de Susana, madre de Fito. Dice que ella lloraba mucho y que como no podía hacerse cargo de atender al niño, se ocupaba él. En un intento por escapar del peso supuestamente traumático del episodio, le pregunté por la historia de ellos como pareja. Respondió con un relato sencillo: estudiantes universitarios muy dedicados, “enfermitos” de sus carreras, comenzaron una relación y se casaron. Pero no estaba muy presente en sus planes la idea de tener hijos. Luego de casi siete años de estar juntos, en ocasión de una visita al médico ginecólogo, éste le hizo un señalamiento muy especial a Susana: “¡Dale, apurate a tener un hijo porque si no te vas a pasar de la edad!” (ella rondaba los 27 años). Esta frase del médico que Susana le transmitió a su marido –y que él no escuchó en forma directa, sino a través de su relato– señaló un punto de urgencia que no era de ellos, pero que no discutieron ni sometieron a revisión. Podría afirmar que esa frase funcionó para ellos como una demanda y que no pudieron, no quisieron o no supieron hacer otra cosa que responderla al pie de la letra.

Susana no dijo nada de todo esto en su entrevista. Ella hizo foco en lo “demandante” que era Fito apenas nació. Cuando le pedí precisiones acerca de qué quería decir con el adjetivo “demandante”, explotó: comenzó llorando, pero a medida que explicaba su posición se terminó enojando con su hijo –y mucho–. Su argumentación partió de caracterizarse como una “enferma del orden y el estudio”, una joven brillante que dedicaba la mayoría de su tiempo a formarse como profesional y a trabajar. Su pareja ocupaba poco espacio, aunque de buena calidad. Su hijo vino a romper con la situación; sin embargo, a la hora de explicar dónde radicaba el exceso en la demanda del niño no pudo ubicar ninguna característica distinta a los requerimientos habituales que plantea un recién nacido. Finalmente, ante una pregunta poco significativa que le formulé, aclaró: “El nene me superó. Yo pensaba que la situación con un bebé era distinta, que no exigía tanto. Es como si hubiera hecho un mal cálculo”. Su respuesta afectiva ante esa desproporción fue la cólera (ese afecto que, como dice Lacan en El deseo y su interpretación, llega “en el momento en que hemos hecho una muy bella trama simbólica, todo va muy bien, el orden, la ley, nuestro mérito y nuestra voluntad, y de repente nos damos cuenta de que las clavijas no entran en los agujeritos”).

Así, la mamá no pudo hacer otra cosa que enojarse con un bebé muy pequeño –enojo del que sólo salía cuando su marido, padre del niño, se hacía presente y la relevaba de ciertas tareas–. Y ese enojo fue su modo de vínculo con su hijo, quien hasta el momento de la consulta no había dejado de poner a prueba hasta dónde soportaba su madre dicha desproporción.

¿Existen realmente niños muy demandantes? En su libro de 2013 titulado L’inconscient de l’enfant, Hélène Bonnaud dedica algunos párrafos a este problema. La cito: “Cuando, por ejemplo, la madre no está en condiciones de soportar la dependencia de su hijo, se impacienta ante sus múltiples demandas y las recibe como trabas a su propia libertad, el niño es susceptible de convertirse en un objeto que estorba. Entonces, puede resultar brutalmente desinvestido o desalojado de su lugar de ideal. La dependencia del niño y su demanda están entonces intrínsecamente anudadas y constituyen la modalidad principal de la expresión de la vida”.

Lo que Hélène Bonnaud afirma es prácticamente un hecho de la experiencia: a menudo escuchamos relatos de madres que, desbordadas por las exigencias de sus hijos muy pequeños, las viven como una limitación personal. Ante este estado de cosas es lógico que el niño caiga del lugar de objeto ideal para su madre o que incluso sea percibido como algo un tanto siniestro. En los relatos de estas madres aparece siempre un componente en términos cuantitativos: la figura de “la desbordada” o de “la superada” lo testimonian. Es decir: la supuesta capacidad de responder adecuadamente a las exigencias de sus pequeños hijos fue desbordada o superada, haciendo aparecer una respuesta incómoda que no es otra cosa que un sucedáneo de lo que debió haber ocurrido y no ocurrió o, dicho en otros términos, una respuesta insuficiente frente una demanda excesiva.

Se presentan entonces dos preguntas. La primera: ¿es posible responder de forma completa y efectiva a la demanda? (cualquiera que sea). La segunda: ¿existe un nivel normal de demanda para un niño, respecto del cual alguno podría ser excesivamente demandante? Esta segunda pregunta podría reformularse así: ¿es la demanda algo susceptible de ser mensurado como para luego calificarla de excesiva, escasa o normal?

Es cierto que, en nuestra vida cotidiana, la lengua popular hace un uso extendido del significante “demandante”. Alguien un poco pesado, cargoso en sus pedidos o en sus reclamos puede fácilmente recibir como invectiva un “¡qué demandante que sos!”. No se trata de un uso conceptual, porque allí el término queda casi como un sinónimo de “persona que molesta”, retomando el mismo uso de las madres excesivamente demandadas por sus niños.

Una pareja consultó por su segunda hija, Mara, que, a los 9 años, no dejaba de hacerle frente a su madre y ponerla en situaciones incomodísimas incluso arriesgando su propia integridad física. Por ejemplo, en cierta ocasión le preguntó qué ocurriría si ella se arrojaba por la escalera o si se tiraba del auto mientras circulaban a alta velocidad por una autopista. También con frecuencia estropeaba la tarea de sus hermanas ante la mirada atónita de su madre, y solía preguntarle a ésta cómo se sentiría si ella, Mara, se muriera.

Cuando logré sacar un poco a la madre del relato de la serie de tales “torturas” (así llamaba a las conductas de su hija a las que resultaba sometida cotidianamente), la invité a que me contara cómo había sido el embarazo y el primer encuentro con Mara. Curiosamente, ante esta pregunta ella se refirió a su primera hija, Marcela, y a la enorme facilidad con la que pudieron conectarse sin ningún inconveniente. Sara, la madre en cuestión, cuando nació su primera hija abandonó su trabajo y sus estudios y se dedicó por completo a ella –dato corroborado por su marido, padre de las niñas, presente en la entrevista aunque algo silencioso–. Estaba dispuesta por completo a responder a la demanda de su hija: Sara era toda-respuesta a la toda-demanda de su pequeña hija.


El problema se produjo cuando dos años después nació Mara, la segunda, porque dicha proporción no pudo mantenerse. Sara afirmó en la entrevista que “Mara era muy demandante. Lloraba todo el tiempo y sólo se calmaba si estaba conmigo. Pero... ¿y Marcela? Porque yo tenía también que ocuparme de ella. Mara me desbordaba y la otra era tan tranquila... ¿Pueden dos hijas de una misma pareja ser tan distintas?”.

Retuve estas palabras casi textualmente porque me resultaron muy esclarecedoras. La solución aplicada con la primera hija (toda-demanda/toda-respuesta) es ciertamente una proporción, aunque algo extrema. Por supuesto que la demanda es intransitiva, no supone ningún objeto y no hay otra posibilidad que frustrarla. Pero en este caso la posición de la madre le permitió construir un modo de lazo con su hija que no la desbordó, aunque sus diversas respuestas no aplacaran la demanda por completo. Obviamente, esta solución no pudo aplicarse en el caso de su segunda hija...

Podemos incluso suponer un mal encuentro entre la demanda y la capacidad para responderle o, directamente con Lacan, situar allí la ausencia de proporción. Es prácticamente imposible que la llegada de un hijo no produzca una sacudida libidinal en la pareja parental y que la desproporción no se haga notar en diversos frentes: un hombre que se queja de que su pareja es demasiado madre y poco mujer por ocuparse de más de su hijo, una madre que denuncia la excesiva demanda sexual de su marido mientras debe ocuparse de su niño, las habituales quejas porque se duerme y se descansa poco mientras se pelea y se discute mucho; también hay niños que lloran o comen demasiado y otros que inquietan porque no lo hacen lo suficiente (es curioso cuando alguien afirma “voy a ver al niño porque escucho demasiado silencio”)... Los ejemplos podrían ser interminables. Pero, según parece, es relativamente sencilla la solución que aplicó Sara: convirtió su posición en la de agente de la respuesta total a la demanda de su primera hija. Si bien esta maniobra no resolvió la desproporción, parecía velarla... hasta que apareció la segunda niña y allí la demanda se volvió algo imposible de responder por completo, produciendo ese efecto de desborde del que Sara testimonia.

En el caso anterior, el de Fito, la situación es algo diferente aunque presenta la misma estructura: Susana respondía por completo a la demanda de su carrera profesional (ella afirmaba que era una “enferma” de eso), y la llegada de Fito la obligó a una maniobra de reorganización de sus respuestas, pero ella quedó sumida en el desborde. La demanda de su profesión era manejable pero la aparición de Fito la enfrentó a un modo distinto, más vivo y más real.

Tenemos aquí dos casos cuya presentación sintomática es muy similar, con historias familiares donde las madres fueron superadas por la demanda de sus hijos. Habría que estudiar la relación entre este modo de presentación de la conducta de los niños y las condiciones en que sus otros primordiales interpretaron sus primeras demandas.

* Texto extractado de Huir para adelante. El deseo del analista que no retrocede ante los niños, de próxima aparición (ed. Letra Viva).

www.pagina12.com.ar  26/03/15

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