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A veces no le damos valor a las cosas por lo que son, sino por lo que significan como proyección hacia el futuro, a modo de una inversión bancaria que, se supone, rendirá frutos más adelante.

Tal el caso de la adolescencia. Se la ve como final de la niñez, pero sobre todo como un tiempo que se define como una preparación de la adultez, algo que sin duda es real, aunque no da cuenta de lo que significa esta etapa en sí misma, la que se vive de manera entrañable y profunda, más allá de toda especulación a futuro.

Erróneamente se decía tiempo atrás que adolescencia proviene del vocablo adolecer, en el sentido de lo que falta. Ese erróneo enfoque hacía ver a los chicos y las chicas que transitaban ese tiempo de la vida como seres carentes, definidos por lo que todavía no tienen y lo que les falta, y no como seres que se definen por lo que traen consigo, a modo de vitalidad, ganas, entusiasmo y sueños, muchos sueños.

La palabra adolescencia nada tiene que ver etimológicamente con lo que falta, sino que desde su origen apunta al crecimiento, hasta tal punto que hay quienes dicen que desde el latín, adolescente está emparentado con el que porta el fuego de la vida nueva, una manera mucho más vital, justa y fecunda de abordaje de este tiempo. 

Entre lo maravilloso y terrible

Por alguna razón, desde hace muchas décadas se suele hablar del problema adolescente, definiendo de manera agraviante esta etapa como un problema y no como un momento que ronda entre lo maravilloso y terrible.

Maravilloso por la fiesta de los sentidos, la irrupción de un enorme apetito vital, el descubrimiento del erotismo, del mundo de los amores, de la fraternidad de los amigos, de los grupos de pertenencia y las ganas, gigantescas a veces, de ganar el mundo entrando en él con el alma y el cuerpo.

Terrible por la dolorosa separación del refugio de la familia, por el descubrimiento consciente de los dolores del alma, por la irrupción de la mirada crítica sobre el mundo sobre el cual ahora deberán caminar, por lo gigantesco de las preguntas que se hacen siendo tan pocas las respuestas a las que pueden arribar, por más que -con impaciencia- tratan de recorrer atajos ideologizados para lograr las certezas que ya no tienen por haber dejado atrás la seguridad parental.

En la adolescencia se definen conductas, se encuentran lugares en relación a los otros, se experimentan los límites, se actúan los dolores que no logran acceder a la palabra? Sin duda no es, ni mucho menos, una mera bisagra, sino un espacio que, en sí mismo, marca de manera muy concreta la identidad, más allá que la misma sigue forjándose durante toda la vida.

Cuando se habla de la adolescencia enfocando solamente en sus circunstancias difíciles, de alguna manera se la agravia. Se reduce todo a la rebeldía, al abuso de alcohol y drogas, a la búsqueda de rituales de coraje que terminan mal, a la violencia, a la impertinencia?

Analizar así las cosas es pobre, deja de lado lo mejor de esta etapa, en la que la lealtad a los amigos, la procura de modelos fecundos, la búsqueda de sentido, late a cada momento y torna la vida en una apasionante aventura.

Desde luego hay pozos y hay dolores. Hay descorazonamiento, hay fanatismo, hay abusos como el del alcohol, que se nutre del miedo y la falta de confianza en sí mismos que abunda entre los jóvenes que salen al mundo.

No es para menos: el mundo de los chicos y las chicas es muy exigente. Sólo ver los avisos de televisión en los que la exigencia de pertenecer a una élite humilla a los que no pueden entrar a la fiesta de los elegidos por no tener el perfume adecuado permite entender la presión que viven a diario. Los adolescentes deben vestir bien, usar la jerga adecuada, tener aceptación por parte de los piolas del grupo, encubrir sus temores y emociones, ser lindos, flacos?, y eso suma la exigencia del estudio o el trabajo que muchos encaran con seriedad y fortaleza.

Los chicos siempre fueron así

La novedad está más del lado de los padres y adultos en general que del lado de los adolescentes. De hecho, los chicos siempre fueron así: atolondrados, vitales, algo pavos, filosos, exagerados y buscadores de los límites que les darán nueva identidad. Pero los grandes de hoy estamos más temerosos, desconfiados de nosotros mismos, culposos de sentir lo que sentimos y aterrorizados de parecer los malos de la película.

Los adolescentes plantean desafíos como siempre lo han hecho. Los grandes los toman, como pueden, en una época en la que las reglas de juego parecen cubiertas por una bruma de incertezas. Las reglas están, pero no se ven entre tanta confusión inducida.

Los problemas que existen, y que no se niegan, no se resolverán apuntando siempre al reproche y al alarmismo mucha veces hipócrita respecto de las conductas juveniles. Los problemas se resuelven sabiendo ver la esencia de esta etapa llena de vida, para ayudar a que toda esa fuerza encuentre destino fecundo. No es con miedo ni es acusando ni es con nostalgias de tiempos idos e idealizados que se podrá acompañar a los jóvenes a que puedan desplegar lo mejor de sí, sin perder las ganas y las esperanzas en el porvenir.

 www.lanacion.com.ar  01/12/12