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La experiencia multicultural, ayudada por programas de becas internacionales, es especialmente valiosa para la formación de las nuevas generaciones
Completar los estudios secundarios sólo significaba en el pasado haber aprendido nociones elementales de inglés y francés, y en menor medida, de italiano. Las exigencias del mundo actual son otras y por eso han cambiado los planes de estudios en aquel nivel con relación a las lenguas extranjeras.

Hablar otro idioma, además del propio, es ya un imperativo, un requerimiento básico para el acompañamiento de cualquier título universitario de grado y un requisito laboral cada vez más frecuente para cualquiera. Y si se refuerza con estudios en el exterior, mejor todavía, aunque se trate de una posibilidad de difícil acceso para la gran mayoría sin programas de becas.

Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en 2012 había 4.500.000 jóvenes que estudiaban fuera de las fronteras de sus respectivos países. Al margen de la certeza de que ese número ha crecido en los últimos años, es interesante observar que el 20 por ciento de aquellos jóvenes estaban inscriptos en instituciones educativas de los Estados Unidos. Esto se explica en las ventajas que este país ha preservado en cuanto a captación de talentos.

Nada de eso ha sido ajeno a la visión de programas de intercambio como el que imaginó en 1946, con aprobación de su gobierno, el senador norteamericano William Fulbright. Una de sus ideas centrales era que la paz internacional se aseguraría con la integración de jóvenes a diferentes culturas, proponiendo para ello favorecer el intercambio. Hoy, el programa que tiene el nombre de quien fue un talentoso senador demócrata por Arkansas se impulsa con recursos públicos y privados en 155 países, entre ellos el nuestro. Aquí se han otorgado, desde 1956, 7800 becas a ciudadanos argentinos y norteamericanos. La Argentina es el que más estudiantes atrae en el continente y ha pasado de 275 en 1994 a 4600 en la actualidad.

Es indispensable poner de relieve esfuerzos como el mencionado en medio de la degradación de la educación pública en la Argentina. El último tropiezo ha sido la ley de gratuidad universitaria, sancionada a las apuradas semanas atrás, por cuanto se seguirá subvencionando con recursos de todos los contribuyentes a los hijos de quienes pueden costear sus estudios, en vez de establecerse un sistema de becas complementado, como ocurre en Uruguay, con estipendios básicos para que los estudiantes sin recursos, además de contar con acceso libre a la universidad, dispongan de medios para concentrarse estrictamente en los estudios.

La demagogia populista sigue, pues, haciendo estragos hasta los últimos días de esta pavorosa administración kirchnerista. Las cifras dispensan de mayores comentarios: de cada 100 jóvenes se gradúan como universitarios en los países desarrollados entre 35 y 45, números que suben a 57 para el caso notable de Australia, y a 52 para el de Corea del Sur. Véanse ahora las cifras que corresponden a países latinoamericanos: Puerto Rico consagra 46 graduados de cada 100 jóvenes; Cuba, 45; Panamá, 23; Chile, 19; Venezuela, 18, y la Argentina, 12.

Si tales datos no fueran suficientes para configurar fehacientemente la decadencia de la educación pública después de años de populismo vernáculo, hay otros más. De cada 100 ingresantes en las universidades, en los países desarrollados se gradúan entre 70 y 90; en Chile, 60; en Brasil, 50; en la Argentina, 40 entre los registrados en universidades privadas y 30 en los de las estatales.

Sobre ese universo de deserciones, y de dilataciones crónicas en la extensión de la vida universitaria de muchos otros más, puede sonar fuera de foco insistir en la importancia de promover los intercambios. Pero no lo es. La experiencia multicultural resulta imprescindible para los líderes de hoy, pues el aprendizaje excede, en mucho, lo meramente académico, además de promover lazos de amistad, fortalecer la tolerancia, favorecer el turismo y la inversión extranjera.

Es responsabilidad de los gobiernos diseñar y consensuar con todos los sectores aquellas políticas de largo plazo que en materia educativa alimenten la sana esperanza de recuperar viejos laureles. También hay instituciones que, como la Fundación Fulbright, han contribuido en todo tiempo a alentar programas de intercambio sin los cuales las desigualdades sociales no harían más que acentuarse.

www.lanacion.com.ar  30/11/15