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Nadie lo duda: el futbolista que con su gambeta mágica hace inflamar el corazón de la hinchada ya de muy pequeño "la rompía" todos los días en la canchita del barrio; la bailarina que con suave elegancia parece desafiar las leyes de la gravedad pasó incontables horas de su infancia bajo la mirada severa de estrictas profesoras, y el músico que con sus dedos arranca sonidos que se escuchan con el alma dejó de lado muchas tentaciones infantiles y día tras día educó su oído y su cuerpo para convertir el instrumento en una parte de sí mismo.

Es que tanto la estructura mental como las habilidades físicas se modelan en los primeros años de vida, y este aprendizaje que culmina en la primera infancia define cómo somos y seremos, qué objetivos serán inalcanzables y qué límites podremos superar. Desde esta perspectiva, parece razonable la inquietud de tantos padres de brindar una educación intensiva y precoz a sus hijos.

Es así como las escuelas deportivas o los institutos artísticos se ven muchas veces atiborrados de niños inquietos y madres ansiosas por despertar en sus hijos la codiciada habilidad que los hará sobresalir por sobre los demás. Pero las cosas no suelen ser tan sencillas y por cada padre que percibe una inclinación en su hijo que es legítimo intentar desarrollar, se cuentan por decenas los que convierten la vida de los niños en una exigencia desmesurada que les genera frustración, dolor y culpa.

La verdadera pregunta que debe formularse en estos casos es: ¿de quién es el deseo? Si es el niño el que a través de cierta destreza encuentra una manera de expresarse, morigerar su malestar y superarse a sí mismo, no sólo no pondrá obstáculo en dedicarse con perseverancia, sino que también lo hará con placer.

Para ello necesita, además de su habilidad física o intelectual, una disposición psíquica que le permita competir y triunfar. Pero en la gran mayoría de los casos no es el niño el que trata de realizar su deseo, sino los padres, que no vacilan en imponer sus sueños y sus fantasías. El adulto no suele resignarse frente a las frustraciones, arrastra con pesar los ideales incumplidos y necesita que su hijo lleve a cabo ambiciones que él no ha podido realizar.

Y si en otras épocas la madre se embriagaba con la fantasía de que su hija se casara con un noble o el rutinario trabajador anhelaba que su hijo fuera un guerrero victorioso, en los tiempos mediáticos que nos toca vivir, los hijos suelen ser depositarios del deseo de los adultos de escapar del anonimato, de brillar en los medios, de tener fama y glamour. Y si bien esta actitud se afirma en el cariño y la convicción de que ese camino dará felicidad al hijo, también se nutre de egoísmo. En estos casos, el niño siente una presión que no entiende y le genera angustia y una exigencia a la que no puede responder. Su respuesta será someterse y encontrar a cada paso una frustración o bien rebelarse bajo la sentencia de que es malo.

En todo caso, se trata de estimular, pero también de escuchar; de percibir su individualidad, de ser capaz de dar marcha atrás o cambiar de dirección. Antes que nada, se trata de poner en juego la voluntad de ayudar a encontrar un camino que el niño pueda reconocer como propio porque libera sus potencialidades y le da la posibilidad de un encuentro satisfactorio con la vida.

Por Hugo Litvinoff

Psicoanalista Titular en Función Didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina

www.lanacion.com.ar 05/08/07