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Señor Sinay: me agradaría conocer su reflexión sobre la calidad actual del juego de los niños y la relación que intuyo -sin más título que el de ser abuelo-, entre eso y su futura vida adulta. Observo cambios en la calidad del juego. Niñas: conservo la imagen de una niña de unos cinco años con un muñeco bebe apoyado en su hombro, acariciándole la nuca con la inmensa ternura de una verdadera madre. La enfrento con otra más actual: el juego de vestir y desvestir con lujosas prendas a muñecas adultas, anoréxicas y de formas desproporcionadas. Varones: gracias a naves espaciales artilladas, fantásticos muñecos, pistolas de rayos, transformers y toda una suerte de robotizados genios del mal, su juego se desarrolla en un mundo en el que no pareciera haber lugar para los seres humanos.

Carlos Gelati

El juego cumple una función bastante más abarcadora y profunda que la de, simplemente, evitar el aburrimiento o hacer que los chicos estén entretenidos y los padres tengan un respiro. Jugando se desarrollan habilidades físicas y cognitivas, se estimula la imaginación y, según la actividad, se conocen nuevos espacios y se generan nuevos vínculos. Desde el punto de vista tecnológico, acaso los chicos de hoy cuenten con los juegos y juguetes más sorprendentes y evolucionados que se hayan visto. Sin embargo, cabe prestar atención a la preocupación de nuestro amigo Carlos. ¿Es lo que necesitan?

En Hijos bajo presión, un alegato contra la sobrecarga de exigencias y estímulos a que se somete hoy a los chicos, el periodista e investigador canadiense Carl Honoré recuerda que en excavaciones hechas en la Mesopotamia se encontraron vestigios de juguetes (silbatos y pájaros de cerámica) que los padres de entonces regalaban a sus hijos. En todas las especies y todos los tiempos el juego es esencial en la evolución. Cuanto más grandes son los cerebros, informa Honoré, más necesitan de estímulos lúdicos para entrenar sus recursos con vistas a la adultez. Un valor esencial de los juegos y de los juguetes es el de actuar como disparadores para la imaginación. La ilusión de que una rama es una pistola o de que una lata es un cohete o de que una caja de zapatos en desuso se convierte en una cocina (cosas que hace tiempo no ocurren) no son sólo recuerdos nostálgicos de adultos de hoy. Eran verdaderos desarrollos creativos, anticipaciones fantasiosas y necesarias del mundo adulto y entrenamientos emocionales para la vivencia de situaciones de peligro o de afecto, o para la resolución de circunstancias nuevas. Si esos juguetes eran didácticos (o lo son, cuando por diferentes motivos sobreviven) se debía a que los propios chicos los habían creado partiendo de la carencia, del aburrimiento, de la curiosidad o de alguna travesura colectiva.
Honoré se pregunta si los juguetes y juegos tecnológicamente impresionantes están pensados para los chicos o para sus padres. El interrogante vale. ¿No son disparadores de nocivas competencias para ver quién tiene el más novedoso, el de ultimísima generación? ¿No producen más ansiedad que aprendizaje? ¿No ayudan a los padres a dedicar menos tiempo a sus hijos puesto que ya cumplieron con ellos poniéndoles en sus manos (o en sus cuartos, computadoras o televisores) esos juegos y juguetes-niñeros?

Por último (comparto esta preocupación con Honoré), ¿no tratan los padres de suplir asignaturas pendientes de su propia infancia atiborrando a sus hijos con tanta parafernalia tecnológica, y no compiten entre sí para ver cuál papá o mamá puede más o tiene más o está más actualizado?

Cuando juguetes y juegos hiperrealistas pretenden cumplir una función didáctica reproduciendo el mundo adulto sin fantasía, acaban por convertir a los chicos en adultos bonsái. Más aún, podan disfuncionalmente ramas que necesitan desarrollarse. Los chicos ya no pedalean, sino que conducen pequeños autos con motor; tampoco juegan al fútbol, dado que la pelota fue remplazada por una consola. Bebes casi reales convierten a las nenas en mamás prematuras, más ligadas a la exigencia que a la fantasía. Se sabe, desde el arte, que el hiperrealismo no pretende remplazar a la realidad, sino exacerbarla para mostrar bajo otra luz algunos de sus aspectos. Eso lo puede decodificar la mente de un adulto, no la de un niño. Nuestro amigo Carlos no se preocupa en vano. Rodeados de tecnología superflua, demasiados niños (sedentarios, recluidos) dejan de jugar, de investigar lúdicamente el mundo, de incursionar y sorprenderse en él bajo la mirada cercana y referente de sus adultos. Crecen con juguetes, pero sin haber jugado. Quizá un buen regalo de los adultos sea devolverles espacios de juego ocupados hoy por una ingeniería sin fantasía.

Por Sergio Sinay

www.lanacion.com.ar 04/09/11