Asesoramiento y acompañamiento en la crianza y educación de los hijos.

Se brinda asesoramiento a los padres basadas en la crianza con apego y en la disciplina positiva.

Se asesora sobre los primeros aprendizajes otorgando una serie de pautas e informaciones respecto a los aspectos evolutivos, madurativos, sociales y espirituales que favorezcan el vínculo familiar y el desarrollo integral de los hijos.

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Abordaje psicopedagógico integral del niño y su familia.

Se acompaña al niño desde el sufrimiento por sus dificultades de aprendizaje y se aborda la situación desde un enfoque holístico que tiene en cuenta su ser, su sentir y su hacer. Se trabaja desde el afecto y el vínculo con la familia y su vivencia en su trayectoria escolar.

La metodología de trabajo consiste en entrevistas con el niño, la familia y el niño junto a su familia.

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Asesoramiento,formación e información sobre pedagogías alternativas.

Se brinda asesoramiento, información y formación  acerca de las pedagogías alternativas.

Se brinda orientación y acompañamiento respecto a actividades que respeten el interés y el propio ritmo de aprendizaje de los niños basadas en las distintas propuestas que ofrecen las pedagogías alternativas.

El asesoramiento se brinda a familias y/o a grupos o instituciones...

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Tenemos la gran oportunidad de cambiar la educación criando niños felices aprendiendo con alegría, entusiasmo y amor.

Todos crecimos con hambre de padre. Al mismo tiempo que recibíamos leche del cuerpo de nuestra madre, había cierta leche invisible del padre que emanaba de su ser. Todos sentimos algo inefable cuando estábamos físicamente cerca de nuestro padre y lo extrañábamos cuando se iba. No importaba tanto lo que hiciéramos en nuestro tiempo juntos. La leche de nuestro padre parecía fluir en nuestro interior y alimentarnos con su cercanía." Autor de Los príncipes que no son azules, libro emblemático del despertar de una más profunda conciencia masculina a comienzos de los años 90, así definía el psicoterapeuta Aaron Kipnis un fenómeno que los años quizá modificaron en la forma, pero no en el fondo.

El hambre de padre deriva de una vieja creencia cultural. Según ella, los hijos serían un poco más de la madre que del padre, por el hecho de que ella los llevó en el vientre, los amamanta y, en definitiva., porque es mujer. Varones y mujeres aceptaron esto durante siglos, sin cuestionarlo. Pero llevar al hijo en el vientre no es fruto de una elección. Las parejas no acuerdan quién pondrá su cuerpo para la gestación. Si un hombre quisiera ser el portador, no podría. Extraer de allí la conclusión de que la madre es más apta para la crianza es injusto para ambos. Para el varón, porque lo desacredita sin pruebas, y para la mujer, porque a menudo le duplica la carga. Si en la práctica las madres terminan demostrándose más aptas, es por una cuestión de experiencia y de práctica, no de naturaleza. Culturalmente designadas (a través de mandatos explícitos e implícitos) para liderar la crianza, es decir las cuestiones nutricias, educacionales, de salud y emocionales de los hijos, terminan forzosamente por conocer más acerca de ellos que los padres.

¿Pero qué pasaría si el padre se levantara cada vez que el bebe llora de noche, si fuera el que va (sí o sí) a las reuniones escolares, si llevara a los hijos a todas las actividades diarias, si fuesen los papás los que poblaran las salas de espera de los pediatras, si se encargaran de organizar y preparar las comidas de sus hijos y si se sentaran con ellos para hablar de cómo les va en la escuela, o con sus amiguitos o con sus noviecitas y noviecitos reales o imaginarios? ¿Qué pasaría si esos mismos papás, después de dejar a los chicos en el colegio, se dieran unos minutos para tomar un café con otros papás y hablar de sus hijos e intercambiar comentarios acerca de la tarea paterna cotidiana? Posiblemente terminarían siendo tan expertos como las madres. La palabra experto deviene de experiencia y experiencia es algo que se vive, que no se recoge de oídas, de lecturas o de prácticas ajenas.

Ser padre trasciende el hecho biológico. Como apunta Kyle Pruett, reconocido psiquiatra infantil y autor de El rol del padre, paternizar es mucho más que inseminar, involucrarse activa, consciente y responsablemente en el bienestar y el desarrollo sano y autónomo de los hijos. ¿Alcanza con proveer económicamente, fijar normas y administrar castigos y recompensas? Hasta mediados del siglo XX ello bastaba para ser un padre eficiente. Era lo que pedía el modelo tradicional de masculinidad. Desde entonces hubo cambios sensibles en los roles y desempeños de la mujer en la sociedad, también en los modelos familiares, en los vínculos entre los sexos y, en mucho menor medida, en los modelos masculinos. Al calor de los mismos se habla desde hace algunos años de un nuevo padre. ¿Lo hay?

Si se considera que un buen número de papás cambian pañales, llevan a sus hijos al colegio o desarrollan con ellos relaciones más flexibles y amistosas, la respuesta podría ser afirmativa. Pero si queda ahí es superficial y cosmética, se reduce a imágenes publicitariamente funcionales que no sacian el hambre de padre. Hasta ahí ese padre sólo tiene de nuevo su parecido con la madre, pero no se diferencia para integrarse. A la corta, como ocurre, el eje del vínculo con los hijos sigue pasando por el lugar de la madre.

La paternidad ofrece al hombre una posibilidad de explorarse a sí mismo y de ponerse al día con sus necesidades emocionales. Le brinda la oportunidad de conectarse con lo que es y no sólo con lo que hace, como suele ocurrir con los varones. Y es una ocasión de bucear en su espiritualidad, sintiéndose parte de un todo (que incluye a los otros, al planeta y al universo en el que vive) en lugar de cerrarse sobre la mera respuesta eficiente a lo que el mundo externo, social y productivo espera de él. "Con un hijo -dice Sam Oshershon, autor de Al encuentro del padre (clásico estudio de la relación de los hombres con sus padres)-, un hombre se contacta con las partes más nutrientes de sí mismo; al entregarnos a nuestros hijos con presencia orientadora, nos sentimos dando vida, sanamos aspectos heridos de nosotros mismos que nunca fueron bien trabajados."

Un trabajo para hombres

Ser padre es un trabajo. Esto no debería asustar a los varones, habituados al mandato de trabajar productiva y competitivamente. Sólo que se trata de otro tipo de trabajo en el cual el alma no puede estar ausente, y en el que los resultados no se miden en planillas ni en el corto plazo. La recompensa está en la misma tarea, en la sola presencia. Cuando la labor se cumplió, la satisfacción de haber dado lo mejor de sí (no en términos materiales) para contribuir con la formación de una persona autónoma, capaz de mejorar el mundo con sus potencialidades.

Sobre estos pilares se ha fundado siempre la función paterna. Si han sido relegados u olvidados, si las prioridades masculinas se orientaron en otra dirección, al recuperar la conciencia sobre estos valores no se crea un nuevo padre. No es necesario. Se trata de recuperar los valores fecundos de la paternidad. Así como para concebir una vida, hombre y mujer proveen elementos propios, intransferibles e irreemplazables desde la perspectiva biológica, en el acompañamiento de esa vida hacia la consagración de sus potencialidades también ambos son necesarios por igual y ambos hacen aportes diferentes, únicos, intransferibles e irreemplazables. Esto trasciende a las coyunturas, como puede ser un divorcio. Nada de lo dicho aquí pierde su significado si una pareja se separa. Porque si bien es cierto que un hombre y una mujer pueden divorciarse, nada los autoriza a divorciarse (ni a divorciar al otro) de sus hijos.

Aportar lo diferente

A los llamados nuevos padres se les pide bastante y de ellos se espera mucho (participación, sensibilidad e involucramiento), pero no existen, como advierte Oshershon, "pautas claras que les indiquen qué significa ser padres, además de proveer económicamente" (con el agregado de que a esa función se han sumado las madres).

Si los papás se limitan a ingresar al espacio doméstico y familiar con las pautas oficiales fijadas por las madres a lo largo de siglos de administración educacional, nutricia, sanitaria y hogareña de la crianza, terminarán por ser buenos o malos imitadores (y como tales estarán siempre sujetos a supervisión y crítica) o a lo sumo buenos colaboradores. Pero un colaborador no es un coprotagonista. Y es esto último lo que el padre debe aspirar a ser. Para ejercer ese coprotagonismo tan benéfico y necesario para los hijos, no hay que pedir permiso sino establecer prioridades personales y preguntarnos en qué orden valoramos los espacios de nuestra vida. Ser padre significa resignar para ganar. Resignar tiempos personales, batallas profesionales o laborales y espacios sociales. Un padre no es un hombre disponible para todas las demandas externas ni para todas las expectativas ajenas. No es un hombre soltero en carrera hacia éxitos laborales, sociales, políticos, deportivos o del tipo que fuera. Es un hombre llamado a una tarea existencial. De él depende atenderla o no.

Hay estudios que muestran consecuencias dolorosas de la ausencia paterna (no necesariamente física, sino emocional y funcional). Por ejemplo, que la mayoría de la población carcelaria ha carecido de una figura paterna nutricia y orientadora. Esto suele repetirse en la mayoría de adolescentes embarazadas. La violencia juvenil, el bullying, las adicciones en chicos y jóvenes, el alcoholismo adolescente, las conductas de riesgo, la transgresión de los límites o la inexistencia de estos y casi todos los tópicos angustiantes que envuelven hoy a chicos y adolescentes tienen frecuente nexo con esa ausencia o con una presencia disfuncional. Tampoco en esto los chicos nacen de un repollo.

A su vez la presencia paterna asertiva, amorosa y responsable tiene frutos. Donde el padre funciona como tal (y no como un supuesto par que se dedica a compartir con el hijo travesuras, transgresiones, lugares de baile y diversión, excesos y lenguajes que no le son propios), los hijos crecen más seguros de sí mismos. La mirada valorativa del padre afirma lo mejor de la esencia masculina en los hijos y de la femenina en las hijas. Unos y otras tienen confianza para salir de los rígidos estereotipos de género y explorar y ampliar sus horizontes como personas. Cuando el padre está involucrado los hijos tienen mejor rendimiento escolar. El tiempo que un padre invierte conversando con los hijos o leyéndoles enriquece las habilidades verbales de estos. Pruett ha comprobado que, en esos casos, las chicas desarrollan habilidades para las matemáticas y los varones demuestran talento para las humanidades (es decir, se abren campos que los estereotipos estrechan o niegan). Un padre involucrado no sólo intelectual y emocional, sino también físicamente (caricias, abrazos, juegos físicos tanto con hijos como con hijas) favorece a sus retoños la afirmación, la seguridad y la conformidad con el propio cuerpo.

El compromiso paterno genera respeto y el respeto da autoridad. Un padre con autoridad puede poner límites lógicos y razonables con firmeza y con amor. Ningún hijo aplaude a un padre por los límites, pero cuando el vínculo está sustentado por acciones, respeta esos límites porque respeta a quien los marca. Cuando la figura paterna es lejana ante el desmadre se deberá apelar al autoritarismo, pues no hay fondos afectivos para hacerlo de otro modo. El autoritarismo provoca miedo y alienta la transgresión riesgosa.

Presentes y reales

Un padre presente alivia la tarea materna sin reemplazarla, sino complementándola. Y equilibra los espacios de poder en la pareja y en la familia. Agrega otras visiones del mundo, socializa (función paterna clave), aviva la curiosidad de los hijos, estimula la imaginación, conecta con la diversidad, permite descubrir diferentes modos de estudiar, de jugar, de conversar, de interactuar y, además, los autoriza. Una función paterna, que se cumple de diferentes maneras a lo largo de la vida, es la de dejar ir a los hijos, empujarlos al mundo tras haberles provisto información y haberlos entrenado en el uso de las herramientas propias de ellos. La madre tiende a retener y es el padre quien, con amor, presencia y asertividad, puede cortar amorosamente ese cordón umbilical invisible que une a madre e hijo. Esto permite a los hijos madurar, completar su crecimiento, y a la madre salir de un rol fijo y a veces abrumador para recuperar y fecundar otros espacios propios en su vida como mujer.

Cuantos más padres se involucren en el rol que les es propio y necesario, habrá más paternidades reales y menos necesidad de imaginar otras, nuevas. Ser padre es cosa de hombres y encierra riesgos. No habría que temerles. Riesgo de equivocarse, riesgo de carecer a veces de respuestas, riesgo de exponer nuestras partes menos seguras y menos valoradas por nosotros mismos. Ningún riesgo del que no haya retorno. No se aprende a ser padre si no es conviviendo con los hijos. En Cartas a mi hijo, una bella recopilación, el teólogo Kent Nerburn escribe: "No quedé limitado por la paternidad. Quedé liberado del temor de las limitaciones. No quedé agobiado por las responsabilidades, las responsabilidades dejaron de ser una carga. La Naturaleza se puso en orden por sí misma". Un padre presente pone, pues, a la naturaleza en orden. Y la desequilibra cuando no cumple con su función. Esto no es ni de nuevos ni de viejos padres. Es de padres.

Por Sergio Sinay

www.lanacion.com.ar 10/06/12

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