Asesoramiento y acompañamiento en la crianza y educación de los hijos.
Se brinda asesoramiento a los padres basadas en la crianza con apego y en la disciplina positiva.
Se asesora sobre los primeros aprendizajes otorgando una serie de pautas e informaciones respecto a los aspectos evolutivos, madurativos, sociales y espirituales que favorezcan el vínculo familiar y el desarrollo integral de los hijos.
Abordaje psicopedagógico integral del niño y su familia.
Se acompaña al niño desde el sufrimiento por sus dificultades de aprendizaje y se aborda la situación desde un enfoque holístico que tiene en cuenta su ser, su sentir y su hacer. Se trabaja desde el afecto y el vínculo con la familia y su vivencia en su trayectoria escolar.
La metodología de trabajo consiste en entrevistas con el niño, la familia y el niño junto a su familia.
Asesoramiento,formación e información sobre pedagogías alternativas.
Se brinda asesoramiento, información y formación acerca de las pedagogías alternativas.
Se brinda orientación y acompañamiento respecto a actividades que respeten el interés y el propio ritmo de aprendizaje de los niños basadas en las distintas propuestas que ofrecen las pedagogías alternativas.
El asesoramiento se brinda a familias y/o a grupos o instituciones...
La autora critica “la concepción que pone el juego como prerrequisito necesario para habilitar el comienzo del proceso alfabetizador” y advierte que “la renuncia a alfabetizar a los niños disfuncionales” puede conducir a su “estigmatización y medicalización”.
Una de las deficiencias que, en nuestro sistema educativo –tanto especial como común–, tienden a marginar a niños, se origina en un paradigma hegemónico y homogeneizante que introdujo, seductora e inmoderadamente, el juego en las aulas. Esta deficiencia es fruto de un malentendido sustancial sobre la comprensión de la importancia del juego en la estructuración subjetiva de los niños –aportada por el psicoanálisis–: a partir de su difusión salvaje y del desconocimiento sobre la genética inconsciente de su aparición espontánea surgió la introducción del juego en las aulas, no sólo como recurso metodológico por excelencia para la alfabetización infantil, sino como prerrequisito necesario y suficiente para habilitar el comienzo del proceso alfabetizador. Hemos podido comprobar que entender el juego como prerrequisito para la alfabetización, y generalizar esta premisa, puede llegar a demorar indefinidamente el comienzo del proceso en niños considerados disfuncionales por el sistema educativo: ya por la simple espera omitiva o por la puesta en práctica de una errónea concepción que pretendería, como condición previa, enseñar al niño a jugar.
Gran cantidad de niños, entre los ocho y diez años, acuden a procesos de educación terapéutica con antecedentes de haber sido demorados, en los años previos, en espacios lúdicos –jardincitos, escuelas especiales o instituciones recreativas–, a la espera del momento para iniciar un proceso alfabetizador que nunca llegó, en razón de la imposibilidad del niño para acceder al juego simbólico. Sin duda, cuando un niño juega espontáneamente están dadas las condiciones para que pueda devenir alfabetizado, pero esto no debe hacernos olvidar que no todos los niños pueden jugar. Esta imposibilidad es ya un indicador de disfuncionalidad y, en tales casos, lo indicado es alfabetizar tempranamente en condiciones no lúdicas. Sólo cuando el niño haya devenido alfabetizado podrá jugar, pues, entretanto, habrá adquirido espontáneamente ese recurso para morigerar subjetivamente los displaceres –aburrimiento incluido– del proceso alfabetizador y habrá inaugurado, para sí, la era lúdica: la de su respuesta subjetiva al dolor. Habrá adquirido, en el transcurso del proceso educativo-terapéutico alfabetizador, esta herramienta, este recurso, llamado a compensar al infante por los aspectos traumatizantes relacionados con lo inerme de su subjetividad en ciernes, para la que todo encuentro con el otro deviene trauma precoz.
El juego es un callejón sin salida cuando pretende ser utilizado por docentes o profesionales de la salud en niños que aún no lo poseen, y es arma de doble filo cuando –con seductoras deslealtades hacia los niños que disponen de este recurso– se lo desvía hacia procesos de alfabetización pretendidamente lúdicos. A diferencia de lo placentero y egosintónico para el niño que resulta el juego –superador de los displaceres que le impone la realidad–, las dificultades que el proceso alfabetizador produce en el sujeto infantil se inscriben –junto con el destete, los hábitos de higiene, etcétera– entre las exigencias de esa realidad que el niño deberá superar para devenir “socializado”.
Es que entendemos la alfabetización como una experiencia que no debe discriminar ni marginar a ningún niño; como un proceso que todo niño deberá atravesar para ingresar al medio social con las herramientas que le permitan conocer el mundo y expresar su subjetividad. Por eso no debería ser tan fácil renunciar a este objetivo, ni hacer depender la alfabetización del juego infantil, ni confundir la alfabetización con otras posibilidades originales de comunicación y expresión, con las que a menudo los profesionales recubren su impotencia frente a las dificultades en la alfabetización de niños con discapacidad intelectual/emocional.
El juego y la alfabetización nunca debieron perder –para la mirada adulta– sus respectivos límites ni confundir sus atributos. La tarea de alfabetizar –más allá de las dificultades que el proceso suponga para el niño según sus particulares características– es responsabilidad de la escuela común inclusiva, de la escuela especial y de los centros educativo-terapéuticos. Nunca debieron estas instituciones claudicar en la tarea de educar alfabetizando. El objeto social por excelencia está constituido por la escritura, la lectura, la comprensión de los caracteres del alfabeto –objetos/símbolos creados por la cultura–: la relación del niño con este objeto social puede tener que abrirse paso por entre vitales reacciones de disgusto; pero estas reacciones jamás habrán de alcanzar el alto voltaje de autodestrucción, destrucción y agresividad de las devastadoras reacciones desadaptativas que producen la renuencia o la renuncia a alfabetizar a los niños disfuncionales.
Testigos-víctimas son los niños que resultan tempranamente medicalizados con reguladores del ánimo; una población en crecimiento exponencial, escandaloso, compuesta por niños rotulados como hiperactivos, negativistas, oposicionistas, con trastornos generales del desarrollo, con trastornos de espectro autista, auto y heteroagresivos..., diagnósticos siempre acompañados de la especificación –paradójica– “sin especificar” y de otras tantas etiquetas estigmatizadoras para una subjetividad en ciernes, que la mayoría de las veces no alcanza los ocho años de edad cronológica.
Los elementos y la lógica del pensamiento gráfico no guardan relación alguna con los elementos y la lógica de los procesos de alfabetización; los procesos de alfabetización son potencialmente traumatizantes y suficientes para habilitar terapéuticamente la capacidad de simbolizar; los procesos de alfabetización terapéutica son independientes de cualquier otra disciplina, arte o terapia, y resistivos al lenguaje lúdico. La experiencia del alfabeto escrito es inédita para el niño. No puede pasar inadvertida, disolverse sin dolor, ni asimilarse sin trauma. La alfabetización resultará, siempre, violentamente destructiva: de un estado de cosas, y hacia un devenir. Cuando este componente destructivo intenta disimularse, la alfabetización deviene letalmente seductora y reforzadora de traumatismos precoces.
La urgencia de conceptualizar los procesos de alfabetización como potencialmente traumatizantes y resistivos al lenguaje lúdico surgió de la necesidad de contribuir a acciones terapéuticas que brinden respuestas a una población inserta en innumerables proyectos educativos y asistenciales que, pretendiendo superar las dificultades en el rendimiento escolar, toman una dirección contraindicada. Abundan los historiales de fallidos procesos de escolarización, con imprecisas adaptaciones curriculares en aulas de educación común y con maestros particulares en el interior del aula, o con características de precarización escolar común acotada a las materias especiales –plástica, gimnasia, música–. Intentos que sólo logran profundizar la discriminación y la fractura que se produce entre los cinco años de edad cronológica (cuando los niños con discapacidad terminan su etapa de estimulación temprana) y el comienzo de la alfabetización. En este entretiempo, se los incluye en proyectos educativos no terapéuticos que, por la falta de recursos de la escuela común, terminan resultando espacios lúdicos definitivos, anómicos.
A esto se liga el deslizamiento de los niños de este grupo social hacia diagnósticos cada vez más graves; frecuentemente, lo que comenzó siendo un trastorno leve del desarrollo, un leve retraso en las pautas madurativas, termina siendo –rechazo de la diferencia y discriminación educativa mediante– un retraso mental severo, en la medida en que el chico crece, el proceso de alfabetización se pospone y la brecha con el desarrollo “normal” se profundiza. Profecía autocumplida a partir de rótulos diagnósticos tempranos –a los que se arriba muchas veces por un simple test de respuestas múltiples normativizado por repetición y acumulación–, de efecto letal para el infante.
Ni declinando alfabetizar, ni pretendiendo reemplazar la alfabetización por otras experiencias, ni condicionando el intento alfabetizador al bienestar transitorio del niño con prácticas lúdicas habremos de aportar las soluciones que los niños con discapacidad intelectual/emocional merecen. Desde el modelo de la alfabetización temprana no lúdica (ATNL), entendemos que, tanto la dilación en el comienzo del proceso alfabetizador más allá de los cinco años de edad, como el abuso de recursos lúdicos –en cantidad, calidad y tiempo– no llevan a otra cosa que a la colonización de la subjetividad infantil: una invasión sutil y seductora –para nada inocente– que sorprende al niño indefenso y que, en nombre de las mejores intenciones de restarle contratiempos, le resta oportunidades. Le usurpa sus posibilidades de acceder al juego espontáneo y –disfrazándose de divertida y abocándose a desmentir expresiones infantiles tan genuinas como “Es aburrido estudiar”, “No me gusta hacer los deberes”, “Es difícil, no me sale”, “No me gusta ir a la escuela”– subestima al sujeto infantil y clausura para él la única vía de respuesta saludable al displacer: la reacción afectiva franca de enojo, eficaz para sustraerlo de quedar a merced de la identificación ansiosa con una sociedad culpable de utilizar la infancia para tapar sus espurios negocios (intereses económicos de los laboratorios medicinales) y de desplazar indefinidamente a las nuevas generaciones su pasión de muerte.
Por Noemí Marchetti *
* Psicóloga y pedagoga. Cursó el posgrado “Problemas fundamentales de la salud mental comunitaria” en la Facultad de Ciencias Médicas de Pinar del Río (Cuba). Fundadora y directora del Centro Educativo Terapéutico Sabina Spielrein, de Rosario. Autora de El malestar en la globalización (primer premio en el concurso de ensayos de la Asociación Psicoanalítica Argentina, 1999) y de La alfabetización no es juego de niños (ed. Universidad Nacional de Rosario, 2011). El texto es un extracto del trabajo “La discapacidad intelectual/emocional y los caminos erráticos de la terapéutica educativa actual”.
www.pagina12.com.ar 03/05/12
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