Vivimos en una época de decadencia. Los jóvenes ya no respetan a sus mayores. Son groseros y mal educados. Concurren a las tabernas y pierden toda noción de moderación."

Bastaría con cambiar un par de vocablos que suenan a otras épocas y poner estas ideas en boca de un padre descolocado por las reacciones de sus retoños púberes para que estas frases no desentonaran en el mundo actual. Sin embargo, aunque cueste creerlo, datan de hace ¡5000 años! Fueron inscriptas en una tumba egipcia de alrededor del 3000 a. C. Desde entonces, en momentos de desesperación, muchos deben haber llegado a pensar algo parecido.

Hay que tener un adolescente en la familia, y asistir a la transformación de nuestro inocente angelito en un joven inexplicable, dominado por la mudez o los cambios de humor, para empezar a entender de qué se habla cuando se alude a la "lucha generacional". Creo que no exagero si digo que más de un progenitor cariñoso se desliza peligrosamente hacia el ataque de nervios por culpa de un hijo que atraviesa ese tormentoso periplo hacia la madurez. O de una hija súbitamente apasionada por los piercings y por tatuajes que van desde diminutos delfines azules en el hombro hasta el dios Quetzacoatl con sus plumas desplegadas estampado en plena espalda.

Pero, a pesar de que los cambios que la caracterizan fueron advertidos hace milenios, la adolescencia, tal como la concebimos en la actualidad, es un invento reciente. Hasta principios del siglo XX, se despegaba de la niñez y se aterrizaba en la adultez sin escalas. Las niñas, como la Julieta de Shakespeare, se casaban a los 14; conquistadores, como Alejandro Magno, decidían sobre la vida y la muerte de sus súbditos a los 16; los agricultores y pioneros de la colonización formaban una familia y afrontaban las adversidades de lo desconocido a los 17 o 18, la misma edad de los capitanes de ultramar en los tiempos de la navegación a vela.

En el ya clásico prólogo a Una temporada en el infierno (Fabril Editora, 1962), Oliverio Girondo y Enrique Molina retratan a un desaforado Rimbaud que ilustra muy bien esa edad tumultuosa: "El 29 de agosto de 1870 [...] se fuga de su hogar y llega en tren a París, donde es detenido por viajar sin boleto. [Su profesor] Izambard paga la multa y lo hace regresar a Charleville. Diez días más tarde vuelve a fugarse. Llega a pie a Bélgica, con la esperanza de ingresar en la redacción de un periódico...". Rimbaud, en ese momento, tenía 16 años.

Lo cierto es que esta etapa de la vida caracterizada por episodios que, si se produjesen en un adulto, permitirían sospechar la existencia de un desorden mental, despierta en estos días un interés creciente.

Se ocupan de ellos los sociólogos que intentan definirlos, los educadores que se frustran por encasillarlos en la disciplina escolar, y los expertos en marketing que los ven como un mercado tentador. Los científicos descubrieron, por ejemplo, que el cóctel hormonal de la adolescencia desata algo más que una montaña rusa emocional y un apetito por nuevas experiencias frecuentemente riesgosas.

Los altos niveles de estrógeno y testosterona también juegan un rol en el desarrollo de circuitos críticos del cerebro. Esas hormonas son claves para la producción de mielina, la vaina que recubre los nervios y que acelera la transmisión de señales entre las neuronas.

Los años que van entre los 10 o 12 y más allá de los 20 son una ventana de desarrollo que más tarde se cierra. Al parecer, ciertas áreas del cerebro que son esenciales para los procesos cognitivos complejos, para la toma de decisiones y para el control ejecutivo son durante la adolescencia todavía un work in progress. Un edificio en construcción en el que tienen que tenderse todas las conexiones necesarias para moderar emociones, tomar decisiones y someter el comportamiento impulsivo a las riendas de la razón.

Hasta aquí, la fisiología. Fuera de las hormonas, todo parece indicar que la adolescencia empieza cada vez más temprano y termina cada vez más tarde. Hoy no faltan quienes exhiben los comportamientos erráticos que la caracterizan incluso en edades avanzadas y con hijos grandes.

Tal vez, de tanto temerle a la vejez, ansiamos volver a esa parte de nuestra vida en la que apenas somos, por decirlo de alguna manera, un boceto. Un esbozo cargado de futuro.

Nora Bär
www.lanacion.com.ar          22/01/16

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