Imprimir

Aristóteles, durante la Grecia clásica, ya se había referido a sus síntomas, que pueden implicar ansiedad y estrés, y producir fobia social.

Afecta a un 1 por ciento de la población adulta mundial, especialmente a los varones, que la padecen de tres a cuatro veces más que las mujeres: la tartamudez es un trastorno de la comunicación que, como síntomas, presenta interrupciones involuntarias del habla. Esas pausas pueden, además, estar acompañadas por la tensión muscular de la cara y el cuello, y las sensaciones de ansiedad, miedo y estrés. 

 

La tartamudez, que científicamente es definida como disfemia, no es una novedad clínica: ya en la Grecia clásica el mismísimo Aristóteles la señaló como un mal atribuible a que la lengua no podía seguir la velocidad con la que las ideas circulaban. Y esa explicación duró siglos: muchos la sostuvieron hasta incluso hasta el XIX, y varios cirujanos apelaron a “reformar” las lenguas para intentar curar esas interrupciones, a través de cortes, cuñas e incluso prótesis. Más tarde, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, asociaría este trastorno a crisis nerviosas y problemas psíquicos. Actualmente, se atribuye el origen de la tartamudez a la interacción de factores orgánicos, psicológicos y sociales. Estudios científicos realizados en 2006 determinaron que hay un componente genético, ya que existe un entre un 30 y un 40 por ciento de probabilidades de que el hijo de un progenitor disfémico presente también esos síntomas. 

En general, las interrupciones del habla aparecen en chicos de entre 2 y 5 años y no deben ser motivo de preocupación para sus padres, ya que están vinculadas al desarrollo regular del lenguaje. De hecho, cuando esos chicos sienten que sus sílabas o sus palabras “se amontonan”, no presentan signos de nervios o de ansiedad. Una vez superada esa edad, si las repeticiones continúan, sí puede necesitarse una consulta con un médico especialista en trastornos de la comunicación y del habla, generalmente un fonoaudiólogo: cuando el chico se ve rodeado de otros pares que ya no presentan esos “bloqueos”, empieza a sentir que no es como ellos y eso ya puede provocarle angustia. Se calcula que 1 de cada 20 chicos que tartamudean entre los 2 y 5 años, lo seguirá haciendo una vez superada esa edad, y muchos de ellos, a través de tratamientos que requieren tiempo y paciencia, superan el trastorno durante la adolescencia. 

Una de las consecuencias que puede desplegar la disfemia es el aislamiento y la fobia social de quien la padece, especialmente porque muchas veces su síntoma hace que se cuestione su inteligencia o sus habilidades emocionales y comunicativas. Entre los “Derechos del niño tartamudo” que enumeran la Asociación Argentina de Tartamudez y la Asociación Iberoamericana de la Tartamudez, figura el de tartamudear sin restricciones: es que muchas veces la propia ansiedad del oyente –un compañerito, la maestra, un padre- puede tender a completar las frases o a interrumpir a quien habla, y eso despierta la tendencia a callar cada vez con más frecuencia. 

Actualmente, se calcula que hay unos 40 millones de disfémicos en el mundo –cifra similar a la población total de la Argentina, con una prevalencia de 7 por 1000-. Aunque la tartamudez puede ser desencadenada por una lesión cerebral o por algún trauma psicológico grave, su origen más frecuente es el de desarrollo, el que surge a temprana edad. Y aunque con el tiempo es cada vez menos estigmatizada, le ha traído múltiples problemas a quienes la padecieron: el escritor británico Lewis Carroll, autor de “Alicia en el País de las Maravillas”, no pudo acceder al sacerdocio por presentar estos síntomas. 

Justamente para evitar que sea un motivo de discriminación, el 22 de octubre es, en muchos países incluida la Argentina, el Día Internacional de la Toma de Conciencia de la Tartamudez.

www.clarin.com  26/09/13