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María Yucra Mitma sabe de caporales y de diabladas, danzas bolivianas en honor a la Virgen de Copacabana. Franco Ocampo Zelaya, paraguayo, le dice a María que él se crío escuchando la polca del Pájaro Campana. A María y Franco sólo los separa un banco: una frontera que se vuelve invisible cuando hablan de comidas típicas, como chipa, mandioca y sopa paraguaya. Hacen de sí otra frontera cuando les dicen a sus compañeros argentinos que sacudirse en una murga es casi una traición: allí no hay santo a quien dedicarle el movimiento. Así conviven, en la misma aula, alumnos extranjeros, estudiantes locales e hijos de inmigrantes que se instalaron en Argentina en la última década. Son aulas nuevas que se plantean como un desafío para muchos docentes.

Según el Censo 2010, hay un 20% más de extranjeros que hace 10 años, y la inmigración subió por primera vez desde 1914. Paraguayos y bolivianos son las primeras minorías en los colegios, pero el espectro se amplía con otras nacionalidades. Según el Ministerio de Educación porteño, la matrícula extranjera subió el 10% desde 2001. La mayoría asiste a instituciones públicas.

La nueva Ley de Inmigración, reglamentada el año pasado, garantiza el acceso a la Salud, la Vivienda y la Educación aunque el inmigrante no tenga documentos. Así, la Argentina pasó a ser un buen destino, sobre todo para habitantes de países limítrofes. En parte, esto explica el fenómeno de intercambio cultural entre los chicos, transformación que enriquece pero que también da pie –todavía– a la discriminación.

Clarín visitó las escuelas públicas N° 6, de Retiro, y la “Esteban Echeverría”, de Belgrano. En ambas hay anécdotas que ilustran este cambio. Historias como la de Fernanda Torres hacen ‘temblar’ bancos y pizarrones. A dos semanas de instalarse con su familia en Buenos Aires, esta chilena de 7 años iba a participar del festejo de un cumpleaños, por primera vez, en un aula argentina. Como todos, rodeó la torta y cantó el feliz cumpleaños. Pero, justo después de soplar la velita empujó a la homenajeada y le hundió la cara en la torta. El desconcierto fue total. “Pero si en Chile festejamos así, le decimos ‘primer mordisco’”, explicó la mamá de Fernanda ante la directora, cuando fue citada.

“Si no hay una política educativa de comprensión del otro, no es posible que haya un enriquecimiento cultural”, apunta Alejandro Grimson, antropólogo especializado en problemáticas migratorias, que prefiere hablar de “interculturalidad”. Y agrega: “Convivir significa entender otra cultura, otra tradición. Esa debe ser la apuesta en el ámbito educativo. Así, esta alumna podría proponerle a su compañerita festejar su cumpleaños ‘a la chilena’”.

Otra cara del fenómeno es la discriminación . Paola Velazliqui, de Caaguazú, y Dalma Ibarra, de Asunción, tienen 12 años y llegaron de Paraguay porque sus papás consiguieron trabajo acá. Se mueven juntas porque creen que así es más fácil hacer frente a las burlas. “Paraguaya roba leche” o “volvé a tu país”, cuenta Dalma que les dicen.

“Había dos filas de bancos. Una de rubios y otra de morochos”, repasa el filósofo Gustavo Schujman, también coordinador del Área de Formación Ética y Ciudadana para docentes del gobierno porteño. Visitó esa escuela y quedó sorprendido, sobre todo porque la distribución de los bancos surgió espontáneamente de los alumnos. Según Schujman, la multiculturalidad en las aulas y la discriminación que se genera representa una dificultad para algunos docentes. “La sugerencia es que el maestro invite a los chicos a pensar sin entrar de lleno en el problema, sino rodeándolo. Los cuentos o películas son buenas herramientas para destrabar los conflictos”, apunta.

Cuando a Sol Méndez Da Silva, brasileña de 6 años, le preguntan de donde viene, ella cuenta: “De un lugar de mucho calor, donde había flores amarillas y cocos y playa”. Fernanda, su hermana de ocho años, precisa: “De San Salvador de Bahía”. Habla perfecto el español y reserva el portugués para hablar con su hermanita. Mariana Beheran, socióloga y becaria de Conicet, advierte: “Los inmigrantes tienden a borrar pertenencias de origen para incorporar las de la sociedad receptora. Se conectan con sus costumbres a través del “Día del Inmigrante” o la Feria del Plato .

Pero eso no es reconocer al otro , sino marcar quien es el diferente, definirlo como ‘exótico’ ¿Esas actividades son del todo integradoras?”.

“Le pregunté a la seño si me iba a pegar”

Kevin Lombe

“A los blancos no les pegan. A nosotros, que somos negros, sí. Entonces cuando me saqué una mala nota, le pregunté a la seño si me iba a pegar con el cinturón, porque allá te castigan así”. Fue la primera sorpresa que se llevó Kevin –12 años, una sonrisa encantadora– apenas se instaló en el país. Estira un poco las palabras cuando habla: es la huella que le quedó del francés que se habla en el Congo, donde vivía. Hijo de un agregado de la embajada, se instaló en Colegiales hace tres años. Muy lejos de los ríos sinuosos del centro de Africa, se hizo hincha de River y avisa que quiere nacionalizarse para jugar en la Selección. “En Argentina tengo cosas que en mi país no tenía: la Play, la escuela y amigos que me quieren mucho”, enumera Kevin.

“Mi papá está en Perú, trabajando”

Francesca Huaroto

La de esta alumna de siete años es una historia que conmovió a muchos en la escuela Esteban Echeverría. Las docentes la integraron y le dieron apoyo. Y también le consiguieron un refugio para empezar a salir de la situación de calle en la que vive. Pero ella de eso no habla. A Francesca le gusta contar de donde viene: “Nací en Lima y vine con mi mamá hace poquito. Mi papá está en Perú, trabajando. Mis dos hermanos también. Ojalá algún día vengan a vernos a mi mamá y a mí. La escuela me gusta mucho. Lo que aprendo se lo enseño a mis muñecas Florencia, Caty, Bety y Julieta”.

“Ariel nos hace de traductor”

Gaby y Luisa Chen

Era diciembre de 2001 y el supermercado de los papás de Luisa y Gaby había sido saqueado. El futuro en Buenos Aires era incierto para la familia Chen y tomaron una decisión muy difícil. “Nos mandaron a Pekín, a la casa de nuestros abuelos. Ahora mi papá tiene una lavandería y nos mandó a buscar. Llegamos en febrero”, cuenta Gaby. Ariel Wang Lin, de 13 años, es fundamental para las hermanas. Es argentino pero mantiene sus tradiciones chinas: conserva el idioma natal y vive en el Monasterio budista Fo Guang Shan, de la calle Crámer. “Ariel nos hace de traductor”, dicen las chicas.

www.clarin.com 12/09/11