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Parecería que la problemática del niño en riesgo social ha dejado la primera plana de la mayoría de los medios de comunicación, tapada por noticias que nada tienen que ver con el dolor presente -y la preocupación a futuro- de nuestros chicos muertos o sumidos en la postergación por políticas económicas y sociales generadoras de inequidad y marginación o exclusión social.

Entre 1992 y 1996, el tamaño de la población indigente -medida por la Encuesta de Hogares Urbanos- se duplicó. Otro tanto hizo entre 1997 y 2001, cuando alcanzó la cifra de 5.151.064 personas. Un año más tarde -2002-, nuevamente se duplicó esa cantidad (10.473.374), cifra que se mantuvo durante 2003. Un lento retroceso comenzó a operarse a partir de entonces. Hoy se estima que la población indigente alcanza la cifra de 3.390.443 personas. A su vez, la población por debajo de la línea de pobreza alcanzó su pico en los años 2002-2003 (21.789.016 personas).

Con algunas variaciones, el número de nacimientos alcanza en los últimos años la cifra aproximada de 700.000 niños. De los más de nueve millones de niños menores de 14 años -es decir, nacidos a partir de 1993- aproximadamente cinco millones están por debajo de la línea de pobreza. Consideremos que un 12% han estado bajo la línea de indigencia -un promedio estimado de los años del período mencionado, con un rango de entre el 6 y el 20%- y que entre un 30 y un 40 por ciento de los niños menores de seis años provenientes de hogares pobres, no indigentes, y sin sintomatología clínica expresan -según estudios realizados en la Unidad de Neurobiología Aplicada (Cemic)- una demora en el desarrollo de alguna función básica vinculada con el proceso de aprendizaje (planificación, atención, memoria de trabajo).

Podremos, entonces, llegar a la conclusión de que en estos momentos está llegando la avanzada de la marea de los niños del desamparo, compuesta por segmentos de la población infantil cuyos desempeños cognitivos y oportunidades de aprendizaje se encuentran con algún tipo de desventaja vinculada con el riesgo de origen social respecto de los otros niños. Y esa marea, cuyo frente tiene hoy 14 años, puede estimarse -sumando ambos segmentos mencionados- en alrededor de un millón y medio o dos millones de niños.

Esos niños de menos de 14 años son la expresión de un verdadero tsunami social, que requiere atención especializada, programas de recuperación y contención para que tengan una oportunidad de completar exigencias curriculares que les permitan desarrollar aptitudes mínimas para la competencia laboral y lograr una calidad de vida aceptable, recuperación en el desempeño de funciones básicas que es posible gracias a las características de plasticidad del sistema nervioso. Esta marea compuesta, en su cresta, por los niños del desamparo crónico y de la debacle que comenzó a gestarse en los 90 e hizo aguda crisis pocos años después irrumpirá en la vida de la comunidad, exigiendo derechos de ciudadanía de los que una economía con exclusión social los ha privado.

A ello debe sumarse el deterioro de los hogares respectivos por el desempleo, la educación insuficiente, problemas habitacionales y sanitarios. ¿Qué respuesta organizada, coordinada, transparente y eficaz puede ofrecerle nuestra comunidad? La posibilidad de generar un buen jugador de fútbol es casi remota si se carece de una pelota, de un buen maestro, de la comprensión del juego y de la reiteración programada del ejercicio de sus habilidades...

Algo similar ocurre con un escolar. Para lograr una estrategia eficaz no alcanza con multiplicar programas y planes de ingresos familiares. Esos chicos necesitan, además de dietas alimentarias adecuadas, una exposición sistemática y sostenida para el entrenamiento de procesos mentales básicos, necesarios para optimizar las condiciones de aprendizaje. Este, a su vez, debe complementarse con condiciones sociales que desalienten la deserción escolar. Para ello hacen falta recursos bien gerenciados, capacitación y estrategias activas administradas desde edades tempranas.

Hay que frenar el tsunami desde su origen, restarle volumen a esa marea de los niños del desamparo, conteniéndolos eficazmente. Una coordinación ágil que permita cruzar los datos de los programas infantiles en los distintos ministerios que eviten superposición ineficaz, la evaluación periódica y frecuente de los programas en actividad y de la eficiencia de sus operadores, su integración con las organizaciones de base y un plan sanitario viable y eficiente son algunas de las acciones necesarias. La capacitación progresiva y continua de jefas de guardería y de madres contribuiría a hacer posible algunas de las fases de esta operatoria. La marea de los chicos del desamparo no es un problema solamente de ellos: es también un problema de la sociedad en conjunto, por sus orígenes y por sus consecuencias; por cuestiones de ética, de solidaridad, de equidad y de desarrollo.

Por Jorge A. Colombo

El autor es investigador principal del Conicet
www.lanacion.com.ar 10/07/07